Las cicatrices están presentes como mínimo en una tercera parte de la población mundial y llevan asociado algún recuerdo. Pueden ser la representación de un traumatismo, un accidente, una cirugía o el nacimiento de un hijo.
Aunque en las historias de piratas o bíblicas, las cicatrices pudieron ser consideradas un signo de coraje o determinación, en la época actual no solemos tener una visión tan romántica. Las cicatrices pueden ocasionar dolor, dificultad funcional o incluso, originar un problema de autoestima cuando afectan a zonas tan sensibles como la cara.
La piel es el principal órgano de nuestro cuerpo, y cubre una superficie entorno a 1,5- 2 metros cuadrados. Se compone de tres capas: la epidermis, que es la capa más superficial; la dermis, que es la capa intermedia y el tejido subcutáneo que es la capa más profunda.
Cuando la herida afecta a la epidermis, que es la capa más superficial, lo habitual es que se produzca una regeneración completa de la estructura cutánea y que no haya cicatriz.
Sin embargo, en heridas que logran alcanzar la dermis (más menos el tejido subcutáneo), la evolución a cicatriz es la norma. La reparación se produce con tejido conectivo que no está tan especializado como el de la dermis original y que está menos vascularizado. Es un tejido más irregular, menos elástico y resistente y con un tono de color diferente.
Tras la producción de la herida se inicia de inmediato una cascada de acontecimientos en el siguiente orden:
La prisa no es buena compañera de las cicatrices. La cicatrización es un proceso largo en el que la piel de va remodelando semana tras semana. Con el paso del tiempo, la cicatriz se volverá más fina y nacarada y en determinadas zonas pueden ser fácilmente disimulables. Acompañar el proceso de cicatrización con los mejores cuidados suele ser la apuesta ganadora.